miércoles, 11 de enero de 2017

Un 50% menos de azúcar

Este año me he hecho un propósito un tanto difuso y difícil de explicar. Es algo así como una nueva actitud ante la vida: se trata de ser más auténtico. De luchar por serlo.

Me explico. Una constante en mi vida es que trato de agradar y adaptarme a los demás. Ser amable está muy bien, y es una cualidad que yo también aprecio en los demás. Pero también te mete en problemas y en muchas ocasiones realmente sólo sirve para hacerte más daño a ti y a los demás. Con esto no quiero decir que tenga la intención de convertirme en una de esas personas que enarbolan la bandera de la sinceridad descarnada y van por ahí diciéndoles a la cara a todo el mundo sus opiniones, por muy agresivas que sean (y a menudo encajándolo muy mal cuando otros se comportan igual con ellos). Mi intención es no meterme en camisas de once varas por no expresarme con claridad o no saber decir no, no involucrarme en cosas que no me interesan por pena o por compromiso; perseguir lo que de verdad deseo sin importar si es algo que los demás puedan o no entender; hablar de mis verdaderos gustos sin maquillarlos de niguna manera. Y también, eligiendo callar o hablar menos de lo que se espere de mí cuando así me apetezca.

Lo sé, es todo un poco vago, pero tiene sentido. A lo largo de mi vida, por culpa de la tibieza con que suelo comportarme, voy agarrando lastres y metiéndome en compromisos que en ocasiones no me aportan nada. El síntoma más claro es que hay determinadas personas a mi alrededor con las que me relaciono que, vamos a admitirlo, no me resultan nada interesantes. Y no hablo de compañeros de trabajo o gente del día a día: hablo de, por ejemplo, un "supuesto" amigo que da la sensación de querer algo conmigo desde que nos conocimos hace un tiempo. A estas alturas ya debería haberle quedado claro que nada va a pasar entre nosotros, y ya no sólo porque yo esté con Ikki. Antonio, nombre figurado, no es mala gente, pero la realidad es que no me resulta nada interesante, y sus gustos y los míos no tienen nada que ver. Si alguien viera nuestras conversaciones por whatsapp quizás se sorprendería, porque a menudo me he molestado en escribir largas parrafadas, en un intento de que la conversación vaya más allá de "y qué tal, bien, y tú, bien", y finalmente mi pantalla está llena de texto verde y un poquito de texto gris. No tiene ningún sentido. Y la razón es porque siento la (absurda) obligación de ser simpático con Antonio y mantener la conversación viva ya que me ha escrito.

En este ejemplo concreto mi intención es dejar de hacer estos esfuerzos, y si la conversación es inerte, será porque nuestra relación en el fondo también lo es.

¿Sabéis el problema? Que tengo muchos Antonios/as, sólo que con otros nombres y otras características. Antonios que hablan y hablan y nunca me preguntan nada. Antonios a los que tengo aprecio por las experiencias compartidas pero con los que la conversación no termina de arrancar nunca porque estamos en longitudes de onda muy distintas. Antonios cuyo carácter en realidad me saca de quicio pero con los que me siento incapaz de cortar la relación (punto a mi favor: el año pasado tuve una bronca con un Antonio de este tipo, y la relación se disolvió por completo). Todos tenemos pegas y cada amigo que hacemos tiene sus virtudes y defectos, pero los Antonios no son amigos: son cargas.

Quitarme a esa gente de encima tiene además un precio, y es que uno inevitablemente se queda más solo. Hacer amigos buenos es muy difícil, y además yo ya he empezado este año despidiéndome de una y con otro en paradero desconocido (larga historia). Estos amigos artificiales realmente no te aportan nada, pero la realidad es que a veces, igual que una golosina te quita el hambre de manera pasajera, te pueden hacer sentir un poco más acompañado por un rato. Perdiéndolos sé que me esperarán más ratos de soledad, pero también espero librarme de esa sensación de estar viviendo cosas falsas, de hacer cosas por compromiso, de estar por estar.

Me he centrado en este tipo de amigos-que-no-son-amigos, pero la realidad es que mi tendencia a no desagradar me lleva a muchas otras situaciones incluso ridículas. A comienzos de este año me plantée si volver a una clase a la que me apunté por placer, y que estaba siendo una gran decepción. Muchos alumnos han abandonado la clase en desbandada, y por ridículo que pueda parecer, me sentía culpable de hacerlo yo también. Si también falto yo, ¿se sentirá mal el profesor? Cuando nos dén el cuestionario de satisfacción, ¿pondré una buena nota para que no se deprima? ¿Vas a dejar un curso a medias? Este tipo de cosas me pesaban en la conciencia. Finalmente he decidido luchar contra ese impulso, y dejar la clase. Lo siento, profesor X, la realidad es que por lo menos ahora mismo no sabes enseñar, y el curso no me está sirviendo. Esto sólo me está quitando tiempo, y es ridículo hacer un curso voluntario sólo por un absurdo sentido de la responsabilidad.

Una última cosa antes de terminar. Una consecuencia indirecta de esta actitud de hacer las cosas por compromiso es que en muchas ocasiones te puedes ver solo cuando las situaciones llegan a un punto en el que los demás se plantan. De repente esa persona a la que te esforzabas por no fallar te deja tirado ipso facto en cuanto ya no le convienes. Esa clase que te daba pena dejar se queda vacía, y a ti, que tampoco te gustaba, te toca quedarte solo en ella. Esa persona a la que esperabas para comer juntos, cuando llega ya ha comido, y te queda comer solo y a destiempo.

Así que este es mi propósito para el nuevo año. Vivir con más autenticidad, establecer relaciones con gente que de verdad me merezca la pena, buscar las actividades que de verdad me gusten.