viernes, 14 de enero de 2011

Un recuerdo

Hacía muchos meses que no escribía, en parte por pereza y en parte por todos los impedimentos que hay (porque tengo que hacerlo cuando no está Ikki delante, porque hay que teclear el email y el password, porque necesitas una media hora al menos por delnate sin que suene el teléfono ni haya ninguna tarea por hacer...).

Pero aquí estoy, no lo he abandonado. Ya hace unos días que ha empezado el nuevo año, y y me gustaría empezarlo escribiendo, para tenerlo aquí de recuerdo, algo bonito que me ha ocurrido en el trabajo.

Algunas veces ocurre. De las decenas, cientos de pacientes que vas conociendo, a veces fugazmente y a veces durante varios días o semanas, algunos inesperadamente cobran una importancia mayor para ti y estableces con ellos una relación más cercana. Tanto tú como ellos saben bastante poco de las respectivas vidas: tú les conoces en un momento de sus vidas que es una anomalía (afortunadamente): la hospitalización. No están en su ambiente, no están sanos; de cierta manera fuera se ha puesto su vida momentáneamente en pausa. Ellos por su parte te conocen a ti como enfemero, con tu uniforme y llevando a cabo unas tareas con el objetivo de ayudarles a curarse. Pero de repente entre esa distancia profesional se abre un pequeño hueco.

Y el último caso fue el de Roberto Nombre-de-calle-famosa. Quisera escribir su nombre real pero siento que no debo; espero que con eso me baste para recordarle. Al principio Roberto casi no hacía más que gruñir; estaba molesto y se le veía un hombre más bien brusco y un poco arisco. Todo eran malas caras, todo eran refunfuños. Sin embargo algo en él me provocaba simpatía, quizás el notar que su brusquedad provenía más de la indefensión que provoca la enfermedad, y que en realidad por dentro era una buena persona.

En algún momento indeterminado... las cosas cambiaron. Roberto empezó a sonreírme, aprendió mi nombre y las malas caras se convirtieron en sonrisas melancólicas. Roberto estaba un poco deprimido, quizás porque sentía que pasaban los días y no mejoraba, y la rabia había dado paso a una especie de pesimismo apacible. Un día me dijo que cuando le hacía las curas yo, no le hacía daño y lo hacía con una delizadeza especial. Sé que mis compañeros son unos profesionales geniales, y que sin duda no soy ni de lejos de los más habilidosos (soy torpe con las manos, y ya os podéis imaginar cómo es para mí manejar las curas y una venda adhesiva con tendencia a empegostarse consigo misma), pero no puedo explicar cómo me llenó el pecho que Roberto me dijera esto. Cuando un paciente te dice algo así es cuando de verdad te hace feliz trabajar.

Un día antes de la probable alta de Roberto, tuve que quitarle la vía intravenosa ya que estaba inservible y ponérsela en un sitio nuevo, con el pinchazo (o múltiples pinchazos) que eso supone. El pobre me pidió implorante que no le hiciera mucho daño, y me sentía fatal porque sus venas no es que fueran muy fáciles; y pensé que iba a tener que pincharle varias veces, a él precisamente... Milagrosamente acerté a la primera y sin mucha dificultad, y Roberto me miró agradecido y me dijo que ni siquiera le había dolido el pinchazo. A veces uno tiene suerte...

Ese mismo día me despedí de él. Nos dimos la mano, me cogió el brazo y me dijo que se alegraba de haberme conocido, y lo mismo le dije yo. Y que si finalmente no le daban de alta y al volver yo al día siguiente a trabajar le veía de nuevo, no sería tan malo. Decir esto último es mucho, cuando todo el mundo desea salir de allí cuando antes a volver con su vida... Yo le he cogido mucho aprecio, pero realmente por su bien lo mejor es poder irse del hospital.

Ya está. Quería escribir esto para tener guardado un recuerdo de Roberto, y de otros que han estado antes, como Olaug y Marta Rng. Los pacientes que te llegan más adentro y que te hacen volver a sentir aunque sea por un instante la ilusión por tu trabajo.